Crónica: Un día de lecciones en la Unidad de Cuidados Intensivos

Mientras intentaba adaptarme a la bata azul que tenía, hablamos de fútbol, política, de mi trabajo…

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Foto: CORTESÍA.

Nunca había estado en un lugar de esos. Era normal, creo, sentir miedo. Además, no era una visita cualquiera la que iba a hacer, era a un ser querido. Los nervios, supone uno, hacen parte del paisaje de la llegada a este tipo de lugares.

La entrada, como antesala, pintaba un calor insoportable. Una puerta grande, de esas que se abren con sensores, me dio la “bienvenida”. Luego, cada paso tenía un ritmo a susto, a nuevos lugares. 20 escalones superados y listo, había llegado… era la una Unidad de Cuidados Intensivos.

De primera impresión parecía una sala no diferente a las otras, o si, era limpia, tenía buen olor y la gente, la poca gente, se miraba entre si. Me llamó la atención como unas 10 personas de la misma familia no conversaban, sólo se miraban… más adelante entendí todo.

16 filas de sillas verdes correctamente ubicadas, luz a medio encender, televisor sin volumen, un vigilante, gente que se desplazaba a la máquina de café y dulces. De momento, parecía un recreo, un lugar de paz.

El reloj ya marcaba las 12:15, esperar es terrible y más en este tipo de lugares. Sigo observando y veo a una anciana, quien indecisa, intenta responder a sus hijos sobre el menú que quiere para su almuerzo: salpicón o sopa de verduras, las opciones. Seguía con la curiosidad del ambiente.

De momento, una voz irrumpió en el sitio: “ya murió”, decía. Ahí, entendí el silencio y las miradas de los familiares que buscaban explicaciones. No era apatía, eran ojos sumidos en dolor, ojos que se cuestionaban y esperaban, con angustia, un veredicto. En ese momento, fueron también ojos que lloraban.

Era fácil decantar: hijos, nietos, sobrinos, amigos, hermanos y la esposa… la misma que ni sabía qué almorzar, ahora no sabía como reaccionar. El sonido en el lugar varió tanto que se hizo incómodo y, por supuesto, la angustia se contagió en los presentes.

Foto: Cortesía
Foto: CORTESÍA.

Mientras tanto, mientras el dolor hacía de las suyas sobre esta familia, yo seguía esperando por ver a mi viejo. Pensaba cómo estaría, como saludarlo, como animarlo. Él, que salió de la casa esperando llegar en la tarde, ahora esperaba por un tratamiento.

Una de la tarde, entro a la visita. Un corredor de tres metros me marca el camino. Todo es tan limpio que el baño de la mañana ya parecía obsoleto. Un lavamanos suelta agua fría y a presión, más presión para la ya angustiosa espera. Camino por otro corredor. A mi izquierda, cinco habitaciones, todas con variedad de enfermos coronarios y de pulmones. El silencio aturde. Paso el puesto de enfermería, pregunto por el viejo y llego donde él. A la entrada, un número uno me da la bienvenida, la cortina azul se corre y ahí estaba.

“Viejo, ¿cómo estás?” – pregunto – “Bien, mijo, tranquilo, acá me pusieron estos aparatos para ver cómo va la cosa, pero bien, no se preocupe” – apostilló-. Mi papá es un tipo muy fuerte, si superó la violencia de Cañasgordas, donde guerrilla y paramilitares acosaban por punta y punta, no le iba a quedar grande una sala de Cuidados Intensivos.

Mientras intentaba adaptarme a la bata azul que tenía, hablamos de fútbol, política, de mi trabajo… y le enseñé a manejar el control del televisor, pues el servicio de cable era diferente al de la casa de ellos. En ese movimiento, dimos con una película de Cantinflas, una en la que funge de maestro de pueblo y pelea con el rico de la comarca.

Nada mejor que ver a alguien enfermo, sonreír con las cosas sencillas. Al tiempo, pensaba en qué pudo pasar con la familia que estaba afuera en su dolor. Uno quiere ser solidario con los extraños, a veces compadecer a los demás puede ser tan solo una plegaria.

Foto: Cortesía
Foto: CORTESÍA.

El viejo seguía en su cuento y yo le preguntaba por cada máquina. “Vea, hijo: ésta es para la presión, ésta para el azúcar, ésta monitorea el corazón, acá está la manguera del oxígeno y esta otra es la peor, el catéter, apenas llegué y ya llevo como cuatro chuzones… que cosa para doler, ¡ehh, no me crea tan pendejo!” -decía el viejo- yo sólo atiné a sonreírme para no suspirar porque me dolía verlo maltratado.

Fue media hora de visita que disfrutamos, la idea era hacerle el rato más agradable y así fue, ambos nos hicimos el rato agradable: él me mostró lo fuerte que es y que no le tenía miedo a ese lugar, ahí aprendí que desde afuera mucho menos yo debía tenerle miedo.

Cuando salí de la visita, me senté un rato más en la sala, no sin antes preguntar por la familia del señor que hacía apenas media hora había fallecido. Pero, cual sería mi sorpresa, cuando varios de ellos fueron saliendo de la UCI sonrientes, con abrazos y conversadores. Por un momento los vi como indolentes, como personas que disfrutaban el momento y creí en lágrimas falsas.

Sin embargo, menuda fue mi sorpresa: el señor, quien hacía media hora había fallecido, fue revivido por la medicina y por la fe divina, para quien lo quiera creer así, yo lo creo. Yo creo que volvió para dar una lección de fuerza, de humildad, de sabiduría. Yo creo que estaba en ese lugar para aprender a valorar cada vez más todo lo que tengo, todo lo que tenemos. Si una persona de 80 años no sucumbió ante la muerte, uno no puede sucumbir ante los banales problemas del día a día.

Acerca de Andrés Felipe Bustamante Restrepo

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Comunicador social - educador. Dios, familia, amigos. Interesado en el proceso de paz, en los deportes y en vivir en armonía. Poco comunicador, muy periodista. Me gusta saber sobre la historia de la Colombia violenta, no por apología, más por entender el porqué de todo este complot violento en el que vivimos inmersos los colombianos del común. Creo en lo que se hace bien, como diría un maestro: “no se mate haciendo las cosas, hágalas bien”. No hay que morir en el intento, hay que hacerlo.

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